Añicos

/ 21.9.12 /
Cada mañana le asustaba lo que veía reflejado en el espejo del baño. Y no es que viese nada alarmante. Solo era él, solo sus rasgos: cejas anchas, nariz larga, labios finos, ojos…

No, aquellos no eran sus ojos. No los reconocía. Éstos ni siquiera le devolvían la mirada; más bien lo miraban desde dentro. Podía pasarse horas observando aquellas profundidades, tan familiares como desconocidas. Y llegaba un momento en que el espejo dejaba de ser un espejo y se convertía en una ventana.

Una ventana que separaba a dos seres que mutuamente se desconocían.

Entonces hacía la prueba. Movía un brazo y el reflejo lo movía; fruncía el ceño y el reflejo lo fruncía; cerraba los párpados y, al abrirlos, aquellos ojos seguían clavados en él, como si no hubiesen pestañeado, como si lo estudiasen con la misma intensidad con la que él los estudiaba. Y justo en ese instante se sentía observado. Atrapado, ¿realmente estaba atrapado?

Un escalofrío le erizaba el vello de la nuca.

En ese momento, recordaba a Machado y a ese yo profundo y misterioso de las galerías del alma que, según él, conformaba al ser humano.

¿Y si el yo oscuro lo miraba desde el espejo, desde dentro de sí mismo? Sin pestañear, como retándole. Era aterrador. ¿Ese yo oscuro lo miraba? ¿o era él el oscuro que miraba a su yo atrapado?

¿Era el reflejado o el reflejo?

¡Cuán aterrador no saberlo!

Pero comprendió que ese yo que le observaba quería salir. Escapar, emerger, y él no podía permitirlo, no podía arriesgarse.

Golpeó el espejo. Lo hizo añicos. Y, en cada uno de los pedazos, nuevos ojos desconocidos se clavaron en él.

«¿Cuál de ellos soy?».

8 de marzo

/ 8.3.12 /
No me arrepiento de nada

Desde la mujer que soy,
a veces me da por contemplar
aquellas que pude haber sido;
las mujeres primorosas,
hacendosas, buenas esposas,
dechado de virtudes,
que deseara mi madre.
No sé por qué
la vida entera he pasado
rebelándome contra ellas.

Odio sus amenazas en mi cuerpo.
La culpa que sus vidas impecables,
por extraño maleficio,
me inspiran.
Reniego de sus buenos oficios;
de los llantos a escondidas del esposo,
del pudor de su desnudez
bajo la planchada y almidonada ropa interior.

Estas mujeres, sin embargo,
me miran desde el interior de los espejos,
levantan su dedo acusador
y, a veces, cedo a sus miradas de reproche
y quiero ganarme la aceptación universal,
ser la "niña buena", la "mujer decente"
la Gioconda irreprochable.
Sacarme diez en conducta
con el partido, el estado, las amistades,
mi familia, mis hijos y todos los demás seres
que abundantes pueblan este mundo nuestro.

En esta contradicción inevitable
entre lo que debió haber sido y lo que es,
he librado numerosas batallas mortales,
batallas a mordiscos de ellas contra mí
-ellas habitando en mí queriendo ser yo misma-
transgrediendo maternos mandamientos,
desgarro adolorida y a trompicones
a las mujeres internas
que, desde la infancia, me retuercen los ojos
porque no quepo en el molde perfecto de sus sueños,
porque me atrevo a ser esta loca, falible, tierna y vulnerable,
que se enamora como alma en pena
de causas justas, hombres hermosos,
y palabras juguetonas.

Porque, de adulta, me atreví a vivir la niñez vedada,
e hice el amor sobre escritorios
-en horas de oficina-
y rompí lazos inviolables
y me atreví a gozar
el cuerpo sano y sinuoso
con que los genes de todos mis ancestros
me dotaron.

No culpo a nadie. Más bien les agradezco los dones.
No me arrepiento de nada, como dijo la Edith Piaf.

Pero en los pozos oscuros en que me hundo,
cuando, en las mañanas, no más abrir los ojos,
siento las lágrimas pujando;
veo a esas otras mujeres esperando en el vestíbulo,
blandiendo condenas contra mi felicidad.
Impertérritas niñas buenas me circundan
y danzan sus canciones infantiles contra mí
contra esta mujer
hecha y derecha,
plena.
Esta mujer de pechos en pecho
y caderas anchas
que, por mi madre y contra ella,
me gusta ser.
Gioconda Belli

¡Y no puedo, no puedo!

/ 17.1.12 /
«... Siento pesadez en el cráneo; las asociaciones de las ideas son lentas, torpes, opacas; apenas puedo coordinar una frase pintoresca... Y hay momentos en que quiero rebelarme, en que quiero salir de este estupor, en que cojo la pluma e intento hacer una página enérgica, algo fuerte, algo que viva... ¡Y no puedo, no puedo! Dejo la pluma; no tengo fuerzas. ¡Y me dan ganas de llorar, de no ser nada, de disgregarme en la materia, de ser el agua que corre, el viento que pasa, el humo que se pierde en el azul!».
La voluntad, capítulo VI, Segunda parte

Ensueño

/ /
«La realidad no importa; lo que importa es nuestro ensueño».
La voluntad, capítulo IV, Segunda parte

El dolor

/ 27.10.11 /
«Sí, el dolor es eterno... Y el hombre luchará en vano por destruirlo... El dolor es bello; él da al hombre el más intenso estado de consciencia; él hace meditar; él nos saca de la perdurable frivolidad mundana...».
La voluntad, capítulo XXIII, Primera parte

Orgullo y Prejuicio

/ 9.10.11 /
«—¿Cómo empezó todo? —dijo—. Puedo comprender que una vez que te diste cuenta de que sentías algo por mí todo continuara, pero ¿cómo empezó todo?

—No puedo acordarme del momento o el lugar o la mirada exactos que me hicieron enamorarme de ti. Hace demasiado tiempo. Ya estaba enamorado antes de darme cuenta de que lo estaba».
Orgullo y prejuicio, capítulo LX

8 de marzo

/ 8.3.11 /
"Yo no deseo que las mujeres tengan poder sobre los
hombres, sino sobre ellas mismas"

Mary Wollstonecraft

1. Julia

/ 8.1.11 /
La conocí mucho antes de entender lo que era el cuerpo de una mujer. Mucho antes de comprender los misterios y los placeres que encierran unas curvas femeninas. Y, aún hoy, recuerdo ese día como si fuera ayer. Es curioso que me cueste recordar lo que cené hace dos noches y, en cambio, soy incapaz de borrar esa imagen de mi mente. Y eso que han pasado muchas mujeres por mi vida, ¿para qué negarlo? He sido un tipo con suerte en asuntos del corazón… o de alcoba –aunque he de admitir que igualmente desafortunado. Pero no hay imagen más vívida que la de Julia.

No era especialmente bonita, pero había algo en ella que… incluso ahora me cuesta describirlo, encontrar un término adecuado. Que difícil intentar explicar cuando una sensación supera el significado de las palabras, ¿verdad?

Oh, espera, creo que ya lo tengo. Había algo en ella que fascinaba. Sí, según la segunda acepción del diccionario “fascinar” es «atraer irresistiblemente» y, definitivamente, eso era lo que sentía cuando estaba en la misma habitación que ella. Verdadera fascinación. A mis tiernos trece años apenas entendía nada, salvo que era incapaz de apartar la mirada de ella; sólo muchos años después entendí que Julia seducía con cada uno de sus movimientos sin ni siquiera pretenderlo. Tal vez decir que era el erotismo hecho mujer suene demasiado cursi o exageradamente poético, pero no he visto a otra mujer que sea capaz de erizarme la piel con el simple movimiento de sus caderas al andar.

Julia llegó al caserío el verano de 1984. Era hija de una amiga de mi abuela y, según me explicaron, abu la había criado durante muchos años. El destino quiso que yo estuviese allí cuando Julia decidió volver al pueblo.

Al principio, me entusiasmó su llegaba. Venía de la ciudad, del asfalto, de los edificios de ocho plantas. Recuerdo que la taladré a preguntas que ella contestaba con una leve sonrisa en la boca. Seguramente le divertía mi curiosidad. He de decir que los trece años de aquella época no son ni remotamente parecidos a los de la actualidad. Hoy en día, la inocencia se pierde muy pronto y pobre de ellos, que quieren crecer tan rápido.

La seguía casi a todas partes y ella hablaba, reía, cantaba, bailaba… conmigo. La acompañaba a recoger los pimientos y los tomates que abu ya no podía recoger porque la edad empezaba a pesar. Llevaba la cesta con las hortalizas de camino a la casa porque lo único que esperaba era la aprobación de Julia. Iba a su lado cuando decidía salir a dar un paseo por los alrededores porque me hacía feliz estar en su compañía. Me sentaba junto a ella en el banco del cobertizo cuando empezaba a anochecer porque me gustaba la sensación que me embargaba cuando la escucha leer.

Leía sobre todo poesía. No entendía la mayor parte de las palabras que salían de su boca, pero la melodía de su voz encadenando una palabra tras otra me parecía música. Ella me dio a conocer Góngora y Quevedo, Lope de Vega y Bécquer entre otros muchos nombres que he ido olvidando con el paso del tiempo. Recuerdo con especial cariño un poema, concretamente una de las estrofas: «Es una libertad encarcelada/ que dura hasta el postrero paroxismo/ enfermedad que crece si es curada//».

Paroxismo. Ésa sólo fue la primera de las muchas palabras que aprendí con Julia. Recuerdo que cada noche, después de las lecturas y antes de irme a dormir, escribía en un cuaderno verde las palabras que había aprendido ese día y su correspondiente definición. Aún conservo ese cuaderno.

Creo que fue el mejor verano de mi vida. Aquellos tres meses borraron toda la tristeza que el abandono de mi madre había dejado en mí y empezaron a modelar el hombre en el que hoy me he convertido.

Julia despertó algo en mí. Sé que fue de forma progresiva, poco a poco, pero siempre hay un acontecimiento que acaba por despertarte bruscamente. Y, sólo entonces, te das cuenta de todo a lo que no le has prestado atención antes.

El verano llegaba a su fin y agosto estaba siendo un mes muy caluroso. Abu apenas salía de la casa, dónde las paredes de piedra lograban retener el calor exterior y refrescaban el ambiente. Si cierro lo ojos, aún puedo verla sentada en aquel enorme sillón, enfrascada en el último mantel bordado que se había propuesto hacer. No lograba entender cómo era capaz de no aburrirse y, a veces, me sentaba a su lado y le hacía compañía o la observaba dar puntadas precisas que poco a poco iban formando complicadas florituras. La mayor parte del tiempo estábamos en silencio y, como siempre me sentaba a su lado después de comer, muchas veces me quedaba dormido.

Aquel día fue una de esas veces. No sé el tiempo exacto en que tardé en dormirme pero, cuando me desperté, abu estaba dormida con el mantel flojo entre sus manos. Se lo quité con suavidad porque no quería que se pinchase y lo dejé sobre el costurero que descansaba en la mesa. Recuerdo que miré la hora mientras dejaba el mantel y faltaban pocos minutos para las cinco de la tarde.

Salí de la sala de estar en silencio para no molestar a abu. Fuera no se oía ni un solo sonido; todo el pueblo dormía. Por experiencia, sabía que la actividad no regresaría hasta las seis o seis y media, cuando el calor y el sol remitían un poco. Decidí buscar a Julia y rogué porque ella no estuviese durmiendo también. Subí las escaleras de madera y caminé hacía su habitación pero, cuando llegué, comprobé que no estaba allí. Me quedé quieto ante su puerta y, quizá por el silencio, fui capaz de escuchar el sonido de agua que sólo podía proceder del cuarto de baño. Sin ni siquiera pensarlo, me encaminé hacia allí con una sensación de hormigueo bajo la piel. Una parte de mí sabía que no estaba haciendo bien y que debía dar media vuelta y bajar a la sala de estar, esperar allí hasta que Julia viniese a por mí. La otra parte de mí bullía de expectación y curiosidad. Por supuesto, fue esta última la que ganó y me vi a mí mismo caminando hacia la puerta entornada al final del pasillo.

Caminé de puntillas para no hacer ningún sonido. Aún sin ser consciente, sabía que Julia estaba en un momento íntimo y que, si hacia el más leve ruido, podía perdérmelo. Eso era algo que no quería. Había visto a Julia feliz y triste, la había visto riendo y llorando, recogiendo las hortalizas y lavando la ropa, por las mañanas con el pijama y durante la tarde con el traje de baño… pero nunca la había visto desnuda. Evidentemente, en ese momento no pensé en que iba a verla desnuda, aunque el hormigueo que sentía bajo la piel estaba preparando mi cuerpo para eso.

Lo que vi por el hueco de la puerta me dejó literalmente sin aliento y es una imagen que nunca lograré sacar de mi cabeza. Mi cuerpo reaccionó y, de repente, me pareció que la casa no era tan fresca como abu solía decir. Sentí un intenso calor y mi frente se humedeció, no fui capaz si quiera de levantar la mano y secarme el sudor. Estaba paralizado. Fascinado.

Lo primero que vi fue su trasero porque Julia me daba la espalda y mis ojos decidieron prestar atención en primer lugar a aquella parte de su anatomía, pero luego mi mirada se deslizó por su espalda en sentido ascendente. Me fijé en las curvas que formaban su estrecha cintura en contraste con sus caderas. Ya anteriormente había advertido la forma de su silueta, nos habíamos bañado muchas veces juntos, pero me di cuenta de que en ese momento no la estaba mirando con los mismos ojos.

Julia se inclinó para hundir la mano en el agua de la bañera y me sorprendí a mí mismo ladeando la cabeza para ver entre sus piernas. Maldije mentalmente cuando no fui capaz de ver nada, pero recuerdo que me entusiasmé cuando ella se movió y pude ver la curva de uno de sus pechos. Supuse que debía ser suave y esponjoso al tacto y, en ese momento, deseé poder comprobarlo. Poder tocarlo.

Ella volvió a moverse, esta vez para meterse en la vieja bañera. Levantó primero una pierna y la introdujo con precaución; cuando la asentó con firmeza, levantó la otra y la metió también. Me llamó la atención el modo en que se endurecieron sus pezones cuando su piel caliente tomó contacto con el agua fría. Mi piel y la suya se erizaron en sincronía. Sentí la boca reseca y un hormigueo en la parte inferior del vientre.

Aún no me había recuperado de esa sorpresa, cuando los rizos castaños de su entrepierna reclamaron mi atención. Eran un poco más oscuros que su cabello y cubrían elegantemente su intimidad, como si escondieran un tesoro. Supuse que aquel rincón debía ser cálido y delicado al tacto y, en ese momento, deseé poder comprobarlo. Poder besarlo.

Algún tipo de sonido debió surgir de mi boca porque Julia volvió su cabeza y sus ojos se clavaron en los míos. Su rostro no dio señales de sorpresa ni se alarmó al encontrarme allí, mirándola a hurtadillas. Durante unos segundos eternos, nuestras miradas permanecieron conectadas. Tardé en procesar que me había pillado pero, cuando lo hice, salí corriendo de allí totalmente avergonzado.

Ese día me di cuenta de cuán enamorado estaba de Julia.

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