Añicos

/ 21.9.12 /
Cada mañana le asustaba lo que veía reflejado en el espejo del baño. Y no es que viese nada alarmante. Solo era él, solo sus rasgos: cejas anchas, nariz larga, labios finos, ojos…

No, aquellos no eran sus ojos. No los reconocía. Éstos ni siquiera le devolvían la mirada; más bien lo miraban desde dentro. Podía pasarse horas observando aquellas profundidades, tan familiares como desconocidas. Y llegaba un momento en que el espejo dejaba de ser un espejo y se convertía en una ventana.

Una ventana que separaba a dos seres que mutuamente se desconocían.

Entonces hacía la prueba. Movía un brazo y el reflejo lo movía; fruncía el ceño y el reflejo lo fruncía; cerraba los párpados y, al abrirlos, aquellos ojos seguían clavados en él, como si no hubiesen pestañeado, como si lo estudiasen con la misma intensidad con la que él los estudiaba. Y justo en ese instante se sentía observado. Atrapado, ¿realmente estaba atrapado?

Un escalofrío le erizaba el vello de la nuca.

En ese momento, recordaba a Machado y a ese yo profundo y misterioso de las galerías del alma que, según él, conformaba al ser humano.

¿Y si el yo oscuro lo miraba desde el espejo, desde dentro de sí mismo? Sin pestañear, como retándole. Era aterrador. ¿Ese yo oscuro lo miraba? ¿o era él el oscuro que miraba a su yo atrapado?

¿Era el reflejado o el reflejo?

¡Cuán aterrador no saberlo!

Pero comprendió que ese yo que le observaba quería salir. Escapar, emerger, y él no podía permitirlo, no podía arriesgarse.

Golpeó el espejo. Lo hizo añicos. Y, en cada uno de los pedazos, nuevos ojos desconocidos se clavaron en él.

«¿Cuál de ellos soy?».

1 comentarios:

{ Kyra Dark } on: 30 de septiembre de 2012, 13:26 dijo...

Cariño, sigues haciendo magia con las palabras.

Eres una persona maravillosa. Ese es el reflejo que yo veo.

Te quiero

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