La conocí mucho antes de entender lo que era el cuerpo de una mujer. Mucho antes de comprender los misterios y los placeres que encierran unas curvas femeninas. Y, aún hoy, recuerdo ese día como si fuera ayer. Es curioso que me cueste recordar lo que cené hace dos noches y, en cambio, soy incapaz de borrar esa imagen de mi mente. Y eso que han pasado muchas mujeres por mi vida, ¿para qué negarlo? He sido un tipo con suerte en asuntos del corazón… o de alcoba –aunque he de admitir que igualmente desafortunado. Pero no hay imagen más vívida que la de Julia.
No era especialmente bonita, pero había algo en ella que… incluso ahora me cuesta describirlo, encontrar un término adecuado. Que difícil intentar explicar cuando una sensación supera el significado de las palabras, ¿verdad?
Oh, espera, creo que ya lo tengo. Había algo en ella que fascinaba. Sí, según la segunda acepción del diccionario “fascinar” es «atraer irresistiblemente» y, definitivamente, eso era lo que sentía cuando estaba en la misma habitación que ella. Verdadera fascinación. A mis tiernos trece años apenas entendía nada, salvo que era incapaz de apartar la mirada de ella; sólo muchos años después entendí que Julia seducía con cada uno de sus movimientos sin ni siquiera pretenderlo. Tal vez decir que era el erotismo hecho mujer suene demasiado cursi o exageradamente poético, pero no he visto a otra mujer que sea capaz de erizarme la piel con el simple movimiento de sus caderas al andar.
Julia llegó al caserío el verano de 1984. Era hija de una amiga de mi abuela y, según me explicaron, abu la había criado durante muchos años. El destino quiso que yo estuviese allí cuando Julia decidió volver al pueblo.
Al principio, me entusiasmó su llegaba. Venía de la ciudad, del asfalto, de los edificios de ocho plantas. Recuerdo que la taladré a preguntas que ella contestaba con una leve sonrisa en la boca. Seguramente le divertía mi curiosidad. He de decir que los trece años de aquella época no son ni remotamente parecidos a los de la actualidad. Hoy en día, la inocencia se pierde muy pronto y pobre de ellos, que quieren crecer tan rápido.
La seguía casi a todas partes y ella hablaba, reía, cantaba, bailaba… conmigo. La acompañaba a recoger los pimientos y los tomates que abu ya no podía recoger porque la edad empezaba a pesar. Llevaba la cesta con las hortalizas de camino a la casa porque lo único que esperaba era la aprobación de Julia. Iba a su lado cuando decidía salir a dar un paseo por los alrededores porque me hacía feliz estar en su compañía. Me sentaba junto a ella en el banco del cobertizo cuando empezaba a anochecer porque me gustaba la sensación que me embargaba cuando la escucha leer.
Leía sobre todo poesía. No entendía la mayor parte de las palabras que salían de su boca, pero la melodía de su voz encadenando una palabra tras otra me parecía música. Ella me dio a conocer Góngora y Quevedo, Lope de Vega y Bécquer entre otros muchos nombres que he ido olvidando con el paso del tiempo. Recuerdo con especial cariño un poema, concretamente una de las estrofas: «Es una libertad encarcelada/ que dura hasta el postrero paroxismo/ enfermedad que crece si es curada//».
Paroxismo. Ésa sólo fue la primera de las muchas palabras que aprendí con Julia. Recuerdo que cada noche, después de las lecturas y antes de irme a dormir, escribía en un cuaderno verde las palabras que había aprendido ese día y su correspondiente definición. Aún conservo ese cuaderno.
Creo que fue el mejor verano de mi vida. Aquellos tres meses borraron toda la tristeza que el abandono de mi madre había dejado en mí y empezaron a modelar el hombre en el que hoy me he convertido.
Julia despertó algo en mí. Sé que fue de forma progresiva, poco a poco, pero siempre hay un acontecimiento que acaba por despertarte bruscamente. Y, sólo entonces, te das cuenta de todo a lo que no le has prestado atención antes.
El verano llegaba a su fin y agosto estaba siendo un mes muy caluroso. Abu apenas salía de la casa, dónde las paredes de piedra lograban retener el calor exterior y refrescaban el ambiente. Si cierro lo ojos, aún puedo verla sentada en aquel enorme sillón, enfrascada en el último mantel bordado que se había propuesto hacer. No lograba entender cómo era capaz de no aburrirse y, a veces, me sentaba a su lado y le hacía compañía o la observaba dar puntadas precisas que poco a poco iban formando complicadas florituras. La mayor parte del tiempo estábamos en silencio y, como siempre me sentaba a su lado después de comer, muchas veces me quedaba dormido.
Aquel día fue una de esas veces. No sé el tiempo exacto en que tardé en dormirme pero, cuando me desperté, abu estaba dormida con el mantel flojo entre sus manos. Se lo quité con suavidad porque no quería que se pinchase y lo dejé sobre el costurero que descansaba en la mesa. Recuerdo que miré la hora mientras dejaba el mantel y faltaban pocos minutos para las cinco de la tarde.
Salí de la sala de estar en silencio para no molestar a abu. Fuera no se oía ni un solo sonido; todo el pueblo dormía. Por experiencia, sabía que la actividad no regresaría hasta las seis o seis y media, cuando el calor y el sol remitían un poco. Decidí buscar a Julia y rogué porque ella no estuviese durmiendo también. Subí las escaleras de madera y caminé hacía su habitación pero, cuando llegué, comprobé que no estaba allí. Me quedé quieto ante su puerta y, quizá por el silencio, fui capaz de escuchar el sonido de agua que sólo podía proceder del cuarto de baño. Sin ni siquiera pensarlo, me encaminé hacia allí con una sensación de hormigueo bajo la piel. Una parte de mí sabía que no estaba haciendo bien y que debía dar media vuelta y bajar a la sala de estar, esperar allí hasta que Julia viniese a por mí. La otra parte de mí bullía de expectación y curiosidad. Por supuesto, fue esta última la que ganó y me vi a mí mismo caminando hacia la puerta entornada al final del pasillo.
Caminé de puntillas para no hacer ningún sonido. Aún sin ser consciente, sabía que Julia estaba en un momento íntimo y que, si hacia el más leve ruido, podía perdérmelo. Eso era algo que no quería. Había visto a Julia feliz y triste, la había visto riendo y llorando, recogiendo las hortalizas y lavando la ropa, por las mañanas con el pijama y durante la tarde con el traje de baño… pero nunca la había visto desnuda. Evidentemente, en ese momento no pensé en que iba a verla desnuda, aunque el hormigueo que sentía bajo la piel estaba preparando mi cuerpo para eso.
Lo que vi por el hueco de la puerta me dejó literalmente sin aliento y es una imagen que nunca lograré sacar de mi cabeza. Mi cuerpo reaccionó y, de repente, me pareció que la casa no era tan fresca como abu solía decir. Sentí un intenso calor y mi frente se humedeció, no fui capaz si quiera de levantar la mano y secarme el sudor. Estaba paralizado. Fascinado.
Lo primero que vi fue su trasero porque Julia me daba la espalda y mis ojos decidieron prestar atención en primer lugar a aquella parte de su anatomía, pero luego mi mirada se deslizó por su espalda en sentido ascendente. Me fijé en las curvas que formaban su estrecha cintura en contraste con sus caderas. Ya anteriormente había advertido la forma de su silueta, nos habíamos bañado muchas veces juntos, pero me di cuenta de que en ese momento no la estaba mirando con los mismos ojos.
Julia se inclinó para hundir la mano en el agua de la bañera y me sorprendí a mí mismo ladeando la cabeza para ver entre sus piernas. Maldije mentalmente cuando no fui capaz de ver nada, pero recuerdo que me entusiasmé cuando ella se movió y pude ver la curva de uno de sus pechos. Supuse que debía ser suave y esponjoso al tacto y, en ese momento, deseé poder comprobarlo. Poder tocarlo.
Ella volvió a moverse, esta vez para meterse en la vieja bañera. Levantó primero una pierna y la introdujo con precaución; cuando la asentó con firmeza, levantó la otra y la metió también. Me llamó la atención el modo en que se endurecieron sus pezones cuando su piel caliente tomó contacto con el agua fría. Mi piel y la suya se erizaron en sincronía. Sentí la boca reseca y un hormigueo en la parte inferior del vientre.
Aún no me había recuperado de esa sorpresa, cuando los rizos castaños de su entrepierna reclamaron mi atención. Eran un poco más oscuros que su cabello y cubrían elegantemente su intimidad, como si escondieran un tesoro. Supuse que aquel rincón debía ser cálido y delicado al tacto y, en ese momento, deseé poder comprobarlo. Poder besarlo.
Algún tipo de sonido debió surgir de mi boca porque Julia volvió su cabeza y sus ojos se clavaron en los míos. Su rostro no dio señales de sorpresa ni se alarmó al encontrarme allí, mirándola a hurtadillas. Durante unos segundos eternos, nuestras miradas permanecieron conectadas. Tardé en procesar que me había pillado pero, cuando lo hice, salí corriendo de allí totalmente avergonzado.
Ese día me di cuenta de cuán enamorado estaba de Julia.