Limón IV. El jugo

/ 1.2.09 /

Daniel hundió el rostro en su nuca, aspirando profundamente su olor: una mezcla de cálido sol, crema solar y piel femenina.

Abrió los labios y probó su sabor.

Creyó probar el paraíso.

Ángela estaba entre sus brazos, podía tocar su cuerpo y besar su piel. Aquello no podía estar pasando y, sin embargo, estaba pasando.

Tenía a su diosa.

Y su diosa lo reclamaba, pidiéndole con el cuerpo lo que era incapaz de pedir con palabras.

—Ángela… —susurró contra su nuca antes de posar los labios nuevamente sobre su piel. Ella gimoteó quedamente en respuesta.

Quería verla, observar su rostro mientras le daba placer para grabarse aquella imagen en la mente y no olvidarla jamás.

Retirar las manos de su cuerpo para voltearla requirió un gran esfuerzo de voluntad por su parte, no quería dejar de tocarla, de besarla, de olerla. Sus miradas se cruzaron cuando estuvieron cara a cara y Daniel vio su propio deseo reflejado en los ojos de Ángela.

Ella alzó el rostro hacia el suyo.

«Me mira como si le importase»

Ése fue el último pensamiento coherente que tuvo antes de que los labios de Ángela tocaran los suyos en un beso candente e íntimo. Daniel tomó su rostro entre las manos y presionó su cuerpo contra el de ella, pegando cada plano del suyo a las femeninas curvas de ella.

Dirigió las manos hasta sus hombros y una de ellas se deslizó por el esbelto brazo de Ángela hasta rodear con su mano el puño femenino, que seguía sujetando el medio limón. Le quitó el cítrico y lo dejó con parsimonia sobre la encimera, luego tomó su mano y la alzó hacia su boca.

No apartó la mirada de ella cuando se llevó el primer dedo a la boca.

El jugo ácido que impregnaba los dedos de Ángela inundó su boca, pero la expresión del rostro de ella volvió a resecársela. Ángela había entrecerrado ligeramente los párpados y sus labios se mostraban separados, en un intento por dejar paso a su acelerada respiración.

Daniel introdujo en su boca un segundo dedo.

Y Ángela sintió que sus piernas se aflojaban. La áspera caricia de la lengua de Daniel en la yema de su dedo reverberó en todo su cuerpo.

Esta vez, lamió lentamente la palma de su mano.

—Por favor… —el ruego de Ángela no fue más que un susurro, pero Daniel obedeció a su petición como si lo hubiese gritado. Abandonó su palma para devorar su boca.

Saboreó en sus labios el ácido sabor del limón y gimió.

—Por favor…

Daniel agarró el bajo de la camisola de hilo y tiró de él hacia arriba. Se apartó de sus labios únicamente el tiempo necesario para poder sacarle la prenda por la cabeza. Volvió a besarla, repartiendo sus caricias por la nueva piel que había dejado al descubierto.

Ángela mordió su labio inferior.

Daniel encerró su cintura entre las manos y la izó lo suficiente para sentarla sobre la encimera. Ella se apresuró a rodearlo con las piernas.

—Quiero más.

Maniobró con los cordones del traje de baño y, rápidamente, se deshizo de la parte de arriba, dejando su tierna piel expuesta. Inclinó la cabeza y se llenó la boca con uno de los duros pezones.

Sintió a Ángela arquearse contra él. Sintió sus dedos entre los mechones de su pelo. La sentía en cada parte de su cuerpo, tanto por fuera como por dentro.

Abandonó uno de sus pechos para asaltar el otro mientras utilizaba las manos para hacer que separara las piernas y lo soltara del agarre del que había sido víctima. Una vez aflojó la presión, pudo separarse lo suficiente como para agacharse un poco y seguir descendiendo por su cuerpo. Trazó con la lengua sus costillas, alternando las lentas lamidas con los suaves mordiscos; delineó un largo sendero por su piel, esparciendo besos y leves soplos en cada plano; y, finalmente, dibujó un círculo sobre su ombligo antes de hundir la lengua en él.

Ángela tiró suavemente de su pelo.

—Por favor… —pidió.

Daniel sabía lo que pedía.

Y obedeció a su diosa.
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Para las incansables limoneras y para el del puestecito de limonada.

Limón III. La necesidad

/ 17.11.08 /


Jadeó quedamente e, inexplicablemente, una excitación hasta entonces desconocida se extendió por todo su cuerpo. A gran velocidad, casi con brusquedad. Como un manotazo en plena cara.

La caliente respiración de Daniel revolvía los mechones más cortos de su nuca y el calor de su cuerpo la envolvía entera. No había contacto directo, salvo el roce de sus labios en el cuello y la mano masculina sobre la suya, pero ese simple contacto era el más erótico que había recibido nunca. Una deliciosa sensación recorrió su cuerpo, endureciéndole los pezones y humedeciéndole la entrepierna.

No sabía la razón de su reacción, lo único que sabía era que quería más.

—Daniel… —era un trémulo ruego, aunque quizás había sonado como una advertencia.

—Shhh…Déjame sentirte unos minutos más entre mis brazos —la suave piel de sus labios volvió a rozar el sensible rincón detrás de su oreja. El contraste entre la suavidad de sus labios y la aspereza de su corta barba ponía en alerta cada terminación nerviosa de su cuerpo.

Ángela, casi imperceptiblemente, se apretó contra él, en una muda invitación. O quizás en una invitación en un lenguaje que sólo entendían sus cuerpos. Escuchó el profundo suspiro de Daniel tras ella.

—Joder, no sabes el tiempo que llevo soñando esto. Ya no sé si esto forma parte de una de mis fantasías o realmente está pasando —su voz sonaba enronquecida y aquel bajo susurro logró calentarla entera.

Ella tampoco sabía si realmente todo aquello estaba pasando. Daniel, el pequeño Daniel, al que conocía desde hacía tantos años, apretado detrás de ella; empujando una incipiente erección contra su trasero; confesándole que había sido la protagonista desde hacía años de sus fantasías y sueños.

Definitivamente, era algo que no podía creer.

Pero lo deseaba, en ese momento y en ese lugar.

Perdió el hilo de sus pensamientos cuando sintió una mano cálida, algo áspera, en su muslo. Una mano que ascendía con una lentitud casi tortuosa, arremangando la fina tela del vestido a su paso. Dejó escapar el aire mientras apoyaba la mano izquierda sobre la encimera.

—Te sientes más suave de lo que había imaginado —la mano seguía subiendo con excesiva lentitud—. Más caliente —su pulgar rozó la curva del trasero femenino—. Dime, Ángela, ¿eres real? —presionó su cuerpo contra el de ella, acercándola más a la encimera.

Ángela era incapaz de hablar, incapaz de juntar unas pocas palabras y formar una frase coherente. Quería hablarle, decirle cuánto lo deseaba en ese momento; pedirle, no, rogarle que deslizase la mano entre sus muslos y aliviase aquel lugar que por momentos requerían más atención; implorarle que tomase entre sus manos los tirantes pechos y atendiese sus pezones.

Pero era incapaz de articular palabra, incapaz de moverse.

Volvió a sentir su aliento en la nuca.

—Dime que eres real —sintió sus dientes en un suave mordisco.

—Daniel —hizo además de girarse, pero él se lo impidió.

—No me rechaces, ahora no —la mano ascendió, pasando por alto la unión de sus piernas y posándose extendida sobre su vientre—. Puedo sentir tu excitación, puedo olerla incluso.
Un jadeo ahogado escapó de los labios de Ángela.

—Necesito que me toques —los dedos juguetearon sobre su vientre.

— ¿Dónde quieres que lo haga? —esta vez, sus dedos rozaron la cinturilla del traje de baño, recorriendo con el índice el borde.

Ángela no respondió, presionó su trasero contra él y comprobó de primera mano cuán excitado estaba Daniel.

—Dime dónde, Ángela.

Ángela, obedeciendo, alzó la mano de la encimera y la colocó sobre la de él, sobre la que jugaba con el borde de la braguita de baño, y, dejando a un lado la timidez, la condujo a su húmedo y necesitado centro.

Limón II. El descubrimiento

/ 30.9.08 /

Sentado en la enorme y luminosa cocina que daba al cobertizo, Daniel se recreaba la vista con Ángela. Había dejado el pequeño cajón de limones sobre la encimera y se había sentado en una silla de madera de estilo rústico, mientras ella se paseaba por la cocina recogiendo cosas a su paso. La vio meter varios vasos sucios en el fregadero.

— ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Diez años?—preguntó Ángela, girándose hacía él. La luz que entraba por los grandes ventanales, ubicados detrás de ella, hacía que la camisola de hilo se transparentase, dejando ver con total claridad las curvas de su cuerpo. Daniel no supo el por qué, pero aquella visión lo perturbó más que verla con el pequeño bañador.

—Creo que unos doce—respondió sin poder apartar los ojos de ella. Otra vez, una deslumbrante sonrisa apareció en el rostro de Ángela, haciendo destacar un pequeño hoyuelo para el que el tiempo no había pasado.

—No pensé que fuesen tantos—se mordió el labio inferior—. Qué rápido pasa el tiempo, ¿verdad?

Daniel asintió con una sonrisa, palpando la incomodidad en el ambiente. Habían pasado doce años, doce años en los que no habían tenido ninguna clase de contacto y, al fin y al cabo, ahora no eran más que unos desconocidos. La niña que había conocido no tenía nada que ver con la mujer que ahora mismo tenía delante, había un enorme vacío entre esas dos etapas que él no conocía. Y ese vacío correspondía a los doce años que habían estado sin contacto, unos doce años seguramente llenos de decisiones, con errores y aciertos, que la habían llevado a ser la mujer que ahora era. Y él desconocía todo eso, del mismo modo que ella lo desconocía de él.

—La última noticia que tuve de ti fue tu viaje a Milán—Ángela hizo una mueca ante la mención de su estancia en Milán.

—Sólo permanecí allí unos meses, mi padre decidió traerme de regreso cuando vio que las cosas no iban como él había planeado. La verdad es que no fue un acierto mandarme a Milán con apenas diecisiete años recién cumplidos—suspiró, revolviendo un mechón rebelde que se había soltado del pasador—. Terminé los estudios aquí y después empecé Diseño de Interiores. En fin, dejemos de hablar de mí, ¿qué has hecho tú durante estos años?

—Finalicé los estudios de ingeniero agrónomo y ahora mismo estoy preparando el doctorado.

—Impresionante. Y todo eso con ¿Veinticuatro? ¿Veinticinco años?

—Veinticinco.

Ángela sonrió antes de girarse y empezar a rebuscar entre los estantes. Recordaba al Daniel de años atrás, al Daniel que se pasaba el día yendo detrás de ella, y lo cruel que había sido al lanzarle limones para alejarlo de ella y de sus amigas. En aquel entonces, ellas ya estaban en plena adolescencia y Daniel seguía siendo un niño. Ahora, doce años después, la diferencia de edad entre ambos era imperceptible, aunque tiempo atrás esa diferencia había sido abismal.

Ahora, él era un hombre y ella una mujer.

— ¿Podrías pasarme el exprimidor que tienes a tu derecha?—preguntó sin girarse mientras seguía escarbando en los estantes y cajones en busca del cuchillo ideal.

Daniel miró a su alrededor y encontró el exprimidor, no tardó en levantarse y llevárselo con presteza. Ángela se enderezó nada más llegó a su altura con el cuchillo que había estado buscando en la mano.

—Gracias. Déjalo ahí—pidió mientras tomaba un par de limones de la caja. Apartó a un lado uno y el otro lo partió en dos mitades.

Daniel, un par de pasos detrás de ella, miraba ensimismado la esbelta nuca que quedaba completamente al descubierto, unos mechones sueltos, que el pasador no había logrado atrapar, acariciaban la delicada piel. Deseaba alargar la mano y recorrer aquella nuca con sus dedos, con su boca, con su aliento. Deseaba tocarla del mismo modo que había deseado hacerlo de niño, a pesar de que entonces no sabía muy bien lo que quería, menos aún sabía lo que deseaba.

Siempre había pensado que ella era inalcanzable, una chica como ella nunca se fijaría en un chaval como él, cuatro años menor. Ángela siempre lo había fascinado, obsesionado de algún modo, había sido la inalcanzable, la deseada, la imposible. Pero ahora todo aquello parecía muy lejano y la tenía a apenas a unos centímetros.

Ahora parecía más real, más terrenal.

Muchas cosas habían cambiado, pero el deseo que había sentido por ella, la atracción que había mutado con los años, desde algo inocente a algo plenamente carnal, seguía estando ahí, dentro de él.

Y lo único que quería ahora era tocar a su diosa.

Su mirada se desplazó desde su nuca hasta las pequeñas manos que trabajaban sobre la encimera con el limón. Eran unas manos pequeñas, al menos comparadas con las suyas, de dedos largos y finos, pulcramente cuidadas y de uñas cortas. Su mano estaba curvada sobre el medio limón y hacía presión sobre el exprimidor manual para desprender de todo el jugo a la fruta. Sus dedos se veían brillantes por el jugo que salpicaba y su mano resbalaba sobre la piel del limón.

Se preguntó cómo sabrían sus dedos si en aquel momento se llevase esa mano a la boca y la lamiese con lentitud. Seguramente, sabría como ella, con un punto ligeramente ácido, pero totalmente refrescante. Se preguntó si, del mismo modo que la limonada quita la sed más que la fresca agua, esa piel bañada en limón saciaría la sed que sentía por ella.

—…por esa razón no he venido mucho por aquí los últimos años—al escuchar la voz de Ángela, se sintió salir de la sordera temporal en la que se había sumido, alzó la mirada y observó la forma en la que se movían los labios femeninos articulando cada silaba y, como siempre, le atrajo aquel labio superior ligeramente más grueso que el inferior—. Muchas veces me encontraba preguntándome qué habría sido de ti—murmuró, dejando a un lado el medio limón que había estado exprimiendo y tomando la otra mitad. Giró el rostro apenas lo suficiente para sonreírle.

—Sí, a mi me pasaba lo mismo—se sentía un estúpido allí de pie, detrás de ella, comiéndosela con los ojos como un pervertido, pero era incapaz de dejar de mirarla y admirarla. La deseaba, la deseaba y la tenía a apenas unos centímetros, pero dentro de él aún estaba el niño que temía tocar a la diosa y que le impedía dar cualquier paso.

Ángela se disponía a descartar el medio limón que había estado exprimiendo para tomar de nuevo otro entero y partirlo por la mitad.

—Espera—murmuró, acercándose más a ella. Le sacaba más de una cabeza así que, pese a estar justo detrás de ella, podía ver perfectamente sobre su hombreo—. Ahí aún hay jugo que exprimir—cubrió con su mano la de ella y se aproximó más.

Ángela contuvo el aliento al sentir el gran cuerpo de él detrás de ella, tan atrevidamente pegado al suyo, y sintió un escalofrío cuando el aliento de él acarició su cuello brevemente. La mano de Daniel cubría totalmente la suya, que seguía rodeando el limón, y se movía sobre el dorso y sus dedos con firmeza, sacando el jugo que, según Daniel, aún quedaba. Sintió el súbito impulso de aflojarse contra su pecho.

—Siempre he deseado tenerte así, entre mis brazos—Daniel seguía moviendo la mano sobre la suya y no daba muestras de haber sido él el que había pronunciado aquellas palabras susurradas—. Llevo años deseando hacer esto—murmuró con la boca pegada a su oído antes de acariciar su cuello con los labios.

Limón I. El reencuentro

/ 26.8.08 /


Daniel traspasó la verja de hierro abierta y recorrió el camino empedrado hasta la gran casa de la finca. Llevaba el pedido, un pequeño cajón de madera lleno de limones, sobre el hombro.

El sol y el calor de aquella mañana de Agosto eran casi insoportables. Apenas eran las nueve de la mañana y el sol ya le quemaba la piel.

A pesar de haber llevado pedidos a aquellas fincas tanto durante su infancia, acompañando a su padre, como durante su juventud y de conocer bastante bien a las familias, nunca se tomaba la libertad de entrar en las casas sin llamar antes. En verano, ocasionalmente, ayudaba a su padre con la entrega de los pedidos en las fincas de los alrededores. Esa era la época del año en la que más pedidos se realizaban, cosa normal, teniendo en cuentas que las fincas estaban bastante apartadas de cualquier pueblo y, con ello, de cualquier supermercado. La mayor parte de los pedidos eran de la gente más mayor. Su padre había empezado como panadero repartiendo pan y bollería en la urbanización, aún podía recordar el renqueo de la vieja furgoneta Renault blanca sobre la carretera de tierra cuando había acompañado a su padre en los repartos, pero después había pasado a convertirse en algo así como el “hombre de los pedidos y repartos”. Subía cada mañana a vender el pan y aquello les venía de lujo a los propietarios de las fincas más mayores que no desean ni podían desplazarse más de lo necesario.

Se plantó delante de la puerta acristalada y dio un par de golpes con los nudillos. Esperó unos minutos, pero no recibió respuesta. Volvió a llamar y obtuvo la misma respuesta. Se pregunto si quizás la familia había salido, pero luego recordó que la verja de la entrada exterior estaba abierta. Tomó el pomo de la puerta y giró, ésta se abrió con un suave chasquido. Quizás no lo habían escuchado porque estaban en la parte trasera. Volvió a cerrar la puerta, se aseguró el cajón en el hombro y procedió a rodear la casa. Por nada del mundo entraría e iría por dentro. Recorrió el camino empedrado del lateral de la casa, en el lado derecho había un jardín lleno de flores y arbustos que le dificultaban el avance.

Una vez rodeada la casa, se encontró en la parte posterior de la finca, donde se hallaba la piscina, el cenador, el asador y el gran cobertizo. Al primer vistazo, no vio a nadie, pero después un destello brillante llamó su atención. En una hamaca, junto a la piscina, había una mujer tomando el sol. El brillante negro de su cabello destellaba por los rayos del sol. Se entretuvo unos minutos estudiándola y acabó llegando a la conclusión de que se trataba de Ángela. A pesar de que hacía años que no la veía, la reconoció por su inconfundible cabello. Nunca había visto uno tan negro y luminoso.

Esa era Ángela. La pequeña Ángela que en su infancia se había divertido lanzándole limones cada vez que él aparecía por allí con su padre. La última vez que la había visto había sido dos años antes de su viaje a Milán, por aquella época debía tener unos dieciséis años. Tenía entendido que había viajado allí para estudiar diseño.

Después de tantos años, debía admitir que había pasado toda su infancia y gran parte de su adolescencia enamorado de ella. Aún recordaba la expectación que recorría su cuerpo infantil cuando su padre le informaba de que tenía un pedido de la familia Luque. Aunque luego Ángela se dedicase a lanzarle limones. Su mente de niño había pensado que tal cosa una muestra de amor. Daniel sonrió divertido.

Las cosas habían cambiado mucho desde entonces.

Se desplazó varios pasos, acercándose a ella, y carraspeó con la intención de que reparase en su presencia. Pero o se había dormido o estaba sorda.

Volvió a carraspear, esta vez más fuerte.

Ella abrió los ojos y se enderezó con rapidez, sentándose en la hamaca. Su mano derecha sujetaba la parte superior del traje de baño que seguramente había desanudado para que no le dejase marca. La vio entrecerrar los ojos a causa del intenso sol en un esfuerzo por divisarlo. Daniel percibió su sobresalto al verlo, seguramente ella no lo recordaba y pensaba que era un desconocido.

—Traigo el pedido de tu abuela—se apresuró a decir, señalando el evidente cajón que traía en el hombro—. Llamé a la puerta, pero nadie respondía. Al ver la verja abierta, pensé que quizás estarías en el cobertizo y por ello no me escuchabais—explicó.

Observó cómo se anudaba el traje de baño en la nuca antes de levantarse con lentitud de la hamaca. Su dorado cuerpo relucía debido al aceite bronceador y la luz del sol creaba claroscuros en su piel, resaltando de este modo cada curva de su cuerpo. Se inclinó y, tomando una camisola amarilla de hilo, se la puso con rapidez, ocultando su hermoso cuerpo.

Ángela se echó el pelo hacía atrás, apartándolo de su rostro, y se acercó al tipo. A cada paso que daba, había algo en él que le resultaba familiar. Y de repente, al acercarse más, vio sus ojos grises y lo reconoció de inmediato.

— ¿Es posible que seas el canijo de Daniel?—preguntó con una deslumbrante sonrisa.

—Bueno, parece que ya no tan canijo.

— ¡Cuánto has cambiado! Si no llega a ser por tus ojos, no te hubiese reconocido—sonrió de medio lado—. Ahora eres más alto que yo—añadió bromeando.

Daniel rió.

—En cambio, tú no has cambiado nada.

—Me gusta creer que sí. No me agradaría seguir teniendo el aspecto desgarbado de una niña de dieciséis años—bromeó, recogiéndose el cabello con un pasador plateado—. No sabía que aún ayudabas a tu padre.

—Sólo lo hago en verano. No le viene mal una ayuda por mi parte, más ahora que es cuando más trabajo hay—Ángela sonrió, mostrando un delicioso hoyuelo.

—Siempre has sido un chico trabajador—miró el contenido del cajón que llevaba sobre el hombro y sonrió—. ¡Oh, se ha acordado!—Daniel alzó una ceja interrogante—. Ayer quería hacer limonada y no quedaban limones. La abuela me dijo que llamaría a tu padre para pedírselos—explicó entusiasmada.

—Me alegra saber que ya no utilizas los limones como proyectiles improvisados—Ángela se carcajeó de una forma melodiosa. Parecía el suave tintineo de una cristalería—. ¿Dónde quieres que los deje?

—En la cocina estará bien, así podrás ponerme al día. ¡Quiero que me lo cuentes todo! A cambio, yo prometo no lanzarte ningún limón—pasó junto a él, sonriendo—. Vamos.

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